En el prólogo de la primera edición de la tragedia original, Jean Cocteau deja constancia de su deseo de que de toda puesta en escena de su texto haga referencia concreta al contexto histórico de su representación, algo que él mismo aplica al evocar en su film el París contemporáneo a la grabación del metraje, pero que el propio Glass parece ignorar al mantener esta temporalidad en su adaptación. A medio camino entre las voluntades de ambos -el primero de apelar a lo que podríamos denominar tiempo del fenómeno, el segundo al tiempo de la fábula-, en la producción que presentamos nos acercamos al Nueva York del tránsito de los 80 a los 90. Cuando la partitura de Glass toma forma, se está produciendo la expansión de la televisión por cable en Estados Unidos tras la completa democratización del uso doméstico del televisor, lo que propiciaría la aparición de cientos de canales creando todo un mundo paralelo de realidad al otro lado de la pantalla lleno de nuevos mitos y falsas inmortalidades, a la vez que transformaba la sociedad en cada vez más pasiva y teleadicta.
Inspirados por la filosofía inherente a la obra de Nam June Paik y en un contexto en el que el debate en torno a la transhumanización señala ese momento histórico como el inicio de la intervención tecnológica en el desarrollo darwiniano de las capacidades cognitivas del ser humano, la analogía entre los espejos de Cocteau y las pantallas nos invita a preguntarnos en qué lado de estas se sitúa el mundo de los vivos y en qué lado el de los muertos.
El ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con el
que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio ser y que es
[…] nuestra misma esencia, eso es la base afectiva de todo conocer y el íntimo
punto de partida personal de toda filosofía humana.
Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida (1912)